
Hay obras cuyo éxito se mide través del silencio que separa a la última nota del primer aplauso: cuanto mayor es el silencio, más mayúsculo se escribe el triunfo. El silencio como una cámara de descompresión, o acaso como una ruta que el público utiliza para regresar al presente desde esa dimensión atemporal hacia donde le ha transportado la música.
El caso es que ayer el implorante libera me que epiloga el Réquiem de Verdi, que los Sinfónicos del Vallès interpretamos en el Palau de la Música de Barcelona, se tranfiguró de inmediato en el prólogo de una sinfonía de aplausos coloreados con bravos intermitentes. No hubo descompresión; y es que nadie usó el silencio como camino de regreso al mundo porque nadie se había ido. De hecho, nunca había visto tanta gente feliz y risueña después de escuchar un final tan desesperado, circunstancia sólo justificable por el renombre de las voces solistas que lo habían traducido, una delantera de "Champions": Stefano Palatchi, Aquiles Machado, Verónica Villarroel y Nancy Fabiola Herrera. El público agradeció lo único resaltable de una dirección sin matices, sin alma: la belleza del canto. Triunfamos, en fin, en el fracaso.
Si alguien que se partió ayer las manos en el Palau aplaudiendo esa belleza superficial cree que he enloquecido, sólo tiene que pulsar este enlace para entender lo que esta torpe prosa intenta transmitir. Allí se encontrará con un pálido y demacrado Claudio Abbado dirigiendo en 2001 los últimos estertores del Réquiem de Verdi. Por aquel entonces la supervivencia del director italiano, carcomido por un cáncer de estómago, pendía de un hilo.
De ese fragmento, imprescindible para todos los amantes de la vida, lo más revelador es el silencio que abraza la conclusión de la música, cuando Abbado permanece inmóvil, con los brazos suspendidos en el aire, momentos después de que el coro le haya susurrado al oído un sobrecogedor “libera me, Domine, de morte aeterna”. En ese instante yo descubrí que Verdi no había compuesto un Réquiem para resaltar la belleza de unas voces, ni siquiera para solemnizar la muerte, sino para celebrar la vida. ¡Viva!